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Muertos, Heridos y contusos



UN MITRE

Por Alberto Hidalgo / Este Mitre se llama Jorge A. Mitre dirige La Nación, de Buenos Aires. La Nación de Buenos Aires, fue en un tiempo, no muy remoto, el mejor periódico argentino. Hasta se llego a decir que era uno de los más grandes diarios del mundo, dando a la palabra grande su acepción cualitativa. Acaso no hay en ello mucha exageración, pues que si no lo fue, estuvo bien cerca de serlo. Fundo La Nación un soldado pedante, hipócrita y megalómano: el general Bartolomé Mitre. Este generalillo de cartón, que ha pasado a la historia grotescamente parado sobre una peana de versos malos, tuvo en grado sumo la primera condición que ha menester el periodista: la hipocresía. A fuerza de hipocresía, adulación y simulación, hizo su diario, y lo hizo bien. El hombre era torpe, pero era negociante. En su cabeza no había ideas, mas si ambiciones. No soñaba la gloria, pero sí el lucro. Para ganar dinero, gastó dinero. Con dinero, se rodeó de buenos escritores; con dinero tomo excelentes corresponsales en Europa; con dinero impuso el diario.

Cuando murió, sus sucesores le heredaron con su fortuna sus vicios. Lo único que olvidaron fué el buen manejo del diario, que comenzó a perder, poco a poco, amigos, lectores y arraigo en la opinión. Así, de tumbo en tumbo, bamboleante y enclenque, llego hasta la dirección de Jorge A. Mitre, que es el mas Mitre de todos los Mitres.
Jorge A. Mitre es un hombrecito de un metro y medio de estatura. Habla con voz muy suave y mira un poco horizontalmente. Su bigotito, recortado a la americana, finge una mosca que se le hubiera detenido bajo de la nariz. El flux, bien ajustado a las caderas, delata la presencia del corsé. Todo él es risueño y mimoso. Tiene tal deseo de hacerse agradable, que hasta sonríe con las arrugas del traje. Y cuando se le mira los zapatitos de señora, las uñas rosadas y brillantes y las mejillas de albaricoque en sazón, uno siente impulsos de palmearle la cara, como a un niño.

Desde muy temprana edad, Jorgito Mitre empezó a hacer méritos para llegar a la dirección de La Nación. Mozo todavía, era su cronista social. Allí se dio a conocer como poeta publicando, al final de sus crónicas, composiciones amorosas que firmaba con el seudónimo de Nemo. Del valor artístico de las tales dará idea lo siguiente: Un buen día, la Junta Directiva del diario, formada por los principales accionistas, acordó impedir que Jorgito publicase sus versos, pues lo contrario era “desprestigiar el apellido”. Como resultado de tamaño acuerdo, al pobre poeta se le reagravó la terrible enfermedad que tenía: tuberculosis. Era necesario salir. En Buenos Aires se ahogaba. No se sabe con certeza si por causa de los pulmones o no poder publicar sus cantos. El caso es que se marcho a Córdoba, a respirar el oxigeno de sus cumbres. Y la ciudad de Córdoba no le fue tan propicia que digamos, porque si bien le curo la enfermedad: la de los pulmones, le arreció otra: la del juego. Allí se jugo todo su patrimonio y se quedo en la calle. En la calle no, pues ya había hecho relación con la que luego sería su esposa, su primera esposa: una dama aristocrática, dignísima y acaudalada, cuyos caudales Jorge arrojo a la voracidad del tapete verde.

Con estos títulos se presento a reclamar su puesto de director de La Nación. ¿Y como no dárselo a quien era un mal poeta, un mal hombre y un mal marido? La tradición se imponía. Los accionistas tuvieron que ceder a esa imposición. El diario había sido dirigido por Bartolomé Mitre, ese mediocre que usurpo las glorias a Urquiza y provoco la guerra más nefasta y oprobiosa que haya habido en America: la del Paraguay. El diario había sido dirigido por Emilio Mitre, un pobre hombre, tísico y de buen corazón. El diario había sido dirigido por Bartolito Mitre, que era un Cacaseno. El diario había sido dirigido, en fin, por una cáfila de pobres diablos, a condición única de apellidar Mitre. ¿Qué menos pues que este lo dirigiera?

Naturalmente, no podía de otro modo suceder, La Nación ha ido cayendo y cayendo en estos últimos tiempos. Hoy es un periódico que vive del pasado. Es como esas solteronas románticas que se ufanan de los novios que tuvieron. Si algún prestigio tiene, lo tiene en el extranjero. En la Argentina no se la oye. Hace años que vocifera a pulmón pleno contra el radicalismo, y el radicalismo ni siquiera se conmueve. Levanta acusaciones, urde encrucijadas, trama conflictos contra el gobierno de ese país, y sin embargo ese país da cada día mas pruebas de adhesión a su gobierno. ¿Dónde esta, pues, su prestigio? ¿Dónde su fuerza?

La Nación es antes que todo un periódico de familia. Trata con especialidad de los asuntos caseros. Proclama genios a los suyos e inciensa a los que la inciensan. Si muere un pariente, pues una pagina se dedica a loar su vida y obras, vida que no vivió y obras que no hizo. Poetas de encargo como Leopoldo Lugones, hácenle odas; críticos de guardarropía, como Paul Groussac, formúlanle juicios; hombrotes arrufianados, como Enrique García Velloso, conságranle paneregíricos. Y así, si el diario circula, es por el carácter conservador de las gentes y porque el clero lo recomienda. Sin embargo, comparado su tiraje de 60 a 70 mil ejemplares con el de La Prensa, que pasa de 150 mil, resulta irrisorio. ¡Que diferencia!

Para terminar, volvamos a Mitre. He aquí una actitud suya que le pinta de cuerpo entero. Hace pocos meses, la municipalidad de Buenos Aires acordó poner el nombre Juan Bautista Alberdi a una de las calles de la ciudad. Juan Bautista Alberdi, autor, entre otros, de un libro admirable que se llama El crimen de la guerra, es quizás la más firme mentalidad que ha producido la Argentina. Alberdi, ya es necesario decirlo dogmáticamente, es el único argentino que puede figurar entre los grandes hombres, los hombres-islas de América. Mas, Alberdi tuvo un pecado que la muerte ni el correr de los años han podido borrar: era enemigo de Bartolomé Mitre. La lucha que estos dos hombres sostuvieron en vida, acabo en la tumba. La conciencia americana ha pronunciado ya su veredicto, completamente favorable al pensador de Grandes y pequeños hombres del Plata. Mas he aquí que los odios del general, redivivos en el alma del moderno director de La Nación, estallan hechos calumnia, impudicia y cinismo. Jorge A. Mitre parapetado en su periódico, se opone al homenaje del Municipio, llama traidor a Alberdi y publica, tergiversando su sentido y explicándola a su antojo, la correspondencia entre el tirano paraguayo Solano López y su ministro en Francia, para deducir allí un entendimiento, que no existió ni pudo existir, entre Alberdi y los enemigos de su patria. Felizmente, la especia no la engullo ningún paladar argentino, y en cambio se levanto una gran marejada de protesta, manifestada primero en el verbo robusto y elocuente de David Peña, luego en la límpida prosa de Juan Agustín García y últimamente en el clamor unánime del país, que fue castigo, apostrofe y condena.

Tomado de ALBERTO HIDALGO: Muertos, heridos y contusos. Imprenta Mercatali, Buenos Aires, 1920, 158 pags.