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jueves, 22 de julio de 2010

PASION Y TRAGEDIA DEL BIBLIOFILO (1946)



Por Carlos Dearma / Pude descubrir en mis lecturas de Hidalgo varias colaboraciones para con diarios y revistas. En este caso elegí una del año 1946. Se trata de un escrito para la Revista Fénix llamado “Pasión y tragedia del bibliófilo”. Con él me encontré nuevamente “identificado” por dos razones: La primera de ellas es por mi condición de “bibliófilo”; la segunda tiene que ver con las conclusiones de Hidalgo sobre los libros como “parientes”: Una frase muy sabia de su pensamiento y para ser tenida en cuenta entre las grandes frases de la literatura acerca de los libros.


Pasión y tragedia del bibliófilo

Por Alberto Hidalgo / Siempre voy a los cines con la esperanza de de ver en la pantalla el dibujo animado de los libros, correspondiente al de los ratones en el sueño de Hamerlin. No sé cómo este tema ha escapado a la imaginación estupenda de Disney, Issing, Fleisher, los otros magos del trazo viviente.


Si el hombre que compra un libro, el primero, pensara en el poder de multiplicación que los libros tienen se abstendría, seguramente, de hacer ese dispendio. Pues son como los bacilos o las polillas, poseen una asombrosa facultad de reproducción. Dentro de una envoltura y atado con hilo de cáñamo, entra uno, tímidamente, en las casas, bajo el brazo de las personas; lo desprenden de sus ligaduras, lo miran todos, la esposa, los hermanos, los hijos; al cabo de unos cuantos días, en que se lo ha llevado a la oficina, ha contemplado las calles desde la ventanilla de un asiento de tranvía o ha dormido bajo la almohada de alguien, para conciliar el sueño, lo condujo a su lecho, alguien lo deja abandonado sobre una mesa, encima del aparador, en cualquier parte.

Leído ya por todos, nadie se ocupa de él, pero a él le duele la soledad y, cautelosa, subrepticiamente, comienza a trabajar el espíritu de sus dueños, a taladrarles la conciencia para que le proporcionen un compañero, hasta que una buena tarde otro libro, también tímidamente, enfundado en su envoltura y atado con hilo de cáñamo, entra en la casa, esta vez de la mano de una dama y quizás codeándose con un maloliente paquete de queso o de cebollas. El recién venido inicia su peregrinación de ojos a ojos, para terminar reposando en un sofá, sobre la cornisa del ropero, encima del radiador de la calefacción.

Y empieza el idilio. Desde lejos, los dos tomos se hacen significativas guiñadas, suspiran, se envían los efluvios de una pasión naciente. Los besos son a la distancia y los ademanes tienen valor de promesa.

Mensajes inalámbricos se cambian los corazones de papel, el alma de las líneas, la tinta, que es su sangre. De repente, una mosca, un insecto vuelan de un volumen al otro y entre sus alas transportan, sin saberlo, los recados de una ternura inefable. No puede durar mucho tiempo, sin embargo, la separación de los cuerpos. Los seres que se quieren concluyen en el registro civil o en las casas de cita. Un día de limpieza, el día señalado para poner orden en el hogar, alguien automáticamente, obedeciendo a un misterioso, un recóndito mandato, junta, por fin, los libros, ¡Oh, qué abrazo!

Ningún casal se forma para cruzarse de brazos y la nueva pareja no puede ser excepción en la regla. Pronto arriban volúmenes y más volúmenes. Cuatro, ocho, quince, treinta se muestran, despatarrados o prolijos, sobre las mesas, en las sillas, junto a las lámparas, a veces a caballo sobre los objetos de adorno, sobre los potes, encima de un baúl, tirados en el suelo.

Es entonces cuando nos decidimos a comprar una repisa. Mas tarde, la repisa no basta y adquirimos un armario de dos o tres pisos. Viene, en seguida, la biblioteca. Como no carecemos de condiciones de previsión, la encargamos de una capacidad superior a la exigida por las necesidades momentáneas. Pero en cuanto nos la traen y acomodamos en ella todos los testimonios de nuestra cultura, viendo que quedan vacíos dos anaqueles y eso afea el espectáculo del recinto, pues poco a poco nos hemos ido dando cuenta del valor también decorativo de los libros, corremos a las librerías y traemos unos cuantos, los precisos para llenar los huecos del magnifico mueble.

Quizás nos llamamos a sosiego una, varias semanas. Al salir de la habitación, al entrar en ella damos una mirada de afecto al erudito escaparate. A cenar o a beber una copa invitamos a amigos como pretexto, pero en realidad para mostrarles aquello e inducirlos a pensar en nuestra sabiduría. Mas los libros no se duermen en sus laureles. Siguen ejerciendo sus esotéricas influencias para que su número aumente y aumente sin cesar. Tienen poderes desconocidos, imanes invisibles y secretos con los cuales atraen a sus semejantes.

Otras estanterías, otras bibliotecas se suman a la primera. No hay un claro en las paredes, entre puertas y ventanas, donde no hayamos ubicado una, por supuesto mandada a construir de medidas especiales. Ya no sólo están los libros en la sala de recibo, en el escritorio, sino en los dormitorios, en el vestíbulo, apilados en los rincones, bajo las camas. Nuestra mujer, si somos casados, nuestra madre o nuestras hermanas nos reprochan constantemente la manía en que hemos caído y nosotros comprendemos que tienen razón, nosotros mismos nos percatamos de sus inconvenientes, sufrimos por ellos, pues no dejan espacio en el bufete para escribir, en la mesa para comer, en el sofá para recostarnos, en la botinera para guardar zapatos. Pero nada podemos hacer para evitarlo. Los libros son un vicio tremendo.
Así las cosas, un día, por efecto de una digestión difícil, nos dormimos en un sillón y soñamos. Los libros saltan de sus estantes y se agrupan en torno a nosotros, mientras centenares, millares de otros más entran por la puerta, por las ventanas. Miles y miles de libros, trepándose unos encima de otros, llenan por completo la habitación, toda la casa. Cubiertos totalmente por ellos, nosotros y nuestros familiares perecemos asfixiados, exhalamos el último suspiro. Desde la muerte, aun clamamos: “¡Libros, más libros!”



Cuando un individuo, que tiene la pasión de los libros y ha tapizado con ellos todos los muros de su mansión, sueña que estos terminan cubriéndolo y asfixiándolo, tras de haber imposibilitado sus movimientos e invadido mesas, sillas, cama y hasta desparramándose por el piso, no piensa, lógicamente, sino en la manera de liberarse de esa amorosa opresión.

Lo primero seria arrendar una morada más grande y reservar la más vasta de sus habitaciones exclusivamente para biblioteca, con la terminante prohibición de trasladar volúmenes, bajo ningún pretexto, a los cuartos restantes. Pero en la práctica esto es imposible. Los libros caminan. Tienen unas patitas invisibles con las cuales siguen como perros a las personas, irrumpiendo de pronto en el comedor, en la sala, en los dormitorios. No hay aposentos en los anaqueles de cuya biblioteca se queden quietos indefinidamente. Cuando menos se lo sospecha, alguno pega un salto y se introduce en las otras piezas para refrescar la memoria de los dueños sobre una doctrina social, un principio de física, una creación poética. Y eso es solo el comienzo. Luego se producen desbandes en masa.

Una cosa es pensar en una mudanza y otra acometerla. Los alquileres andan por las nubes. ¿Valdrá la pena elevar nuestro presupuesto sólo para evitar el retozo de los libros relegándolos a un recinto especial? Y aun si nos dispusiéramos a hacer ese sacrificio económico, ¿Será fácil hallar casa? En todas partes, en cualquier ciudad del planeta la crisis de la vivienda es hoy malestar insalvable. Por otro lado, ¿De que serviría ese dispendio si al poco tiempo habría que incurrir en uno mayor, por ser forzoso destinar, no una sino dos o tres piezas a morada de los libros, pues estos, según sabemos, se multiplican con asombrosa velocidad? A quien de veras los ama, los pesos no le paran en el bolsillo: concurre a las librerías y adquiere todo cuanto se edita. ¡Y se edita tanto!

Estudiados los pro y los contra, impónese la renuncia al cambio domiciliario. Uno debe quedarse donde está e intentar la resolución del conflicto por otra vía. Acuciando el magín, surge una formula considerada feliz: encajonar la biblioteca y alojarla en el sótano o en el desván. Ponemos manos a la labor. Mandamos traer unos arcones, acariciando el propósito de no guardarlos todos, sino dejar cerca de nosotros los que mas amamos, estos tomos de poemas, aquellos de filosofía, esos de ciencia, algunos de artes plásticas, nuestros Shakespeares, nuestros Baudelaires, la obra completa de Hegel, determinadas colecciones, etc. Mas al empezar la tarea y ya puestos en trance de decidir preferencias, las vacilaciones nos asaltan. ¿Por qué enviar al ostracismo a unos y a otros no? ¿Es que un Dante, un Novalis, un Heidegger valen menos que los autores mencionados? 

No puede haber hijos y entenados, ¡El encierro debe ser unánime! Y cuando finalmente los cajones se llenan, una triste emoción nos embarga en el instante de ver que se conduce a entablar amistad con las sombras. Nos parece que aquellos fueran ataúdes donde descansarán los últimos despojos de amigos bien queridos; es algo como si tuviéramos la impresión de asistir al sepelio de nuestra cultura.

Sin embargo, el símil es totalmente inexacto. La muerte es un suceso fatal e irreparable al que siempre, tarde o temprano, terminamos resignándonos, y algo nos dice que los libros no están muertos. Los conceptos, los sentimientos y los personajes domiciliados en sus páginas pugnan minuto a minuto por salir. Quieren los dos primeros volver a la superficie para entrar de nuevo en relación, mediante el mecanismo de la lectura, con los cerebros y los espíritus. Anhelan los segundos convivir otra vez con los hombres una existencia a la que tienen derecho, pues aunque no sean de carne y hueso son criaturas hechas a imagen y semejanza de las demás, pobladores del mundo del pensamiento.

Los libros amontonados en los baúles son algo así como los ciudadanos de las cárceles, con la diferencia de que aquellos no han cometido crímenes ni pecados. En las noches, cuando todo duerme, alguien, de pronto, se despierta sobresaltado, porque la madera de los cajones cruje extrañamente, parece rajarse como cediendo a la presión de fuerzas desconocidas: son los protagonistas de las novelas, los seres palpitantes de los dramas y las tragedias y hasta las figuras de los cuadros celebres reproducidas en laminas a todo color que se rebelan contra la oscuridad y al ahogo a que se los condenara. Quieren escapar de sus calabozos, ayudados en eso por las ideas, pues estas son como los gases o los átomos, los cuales poseen un fabuloso poder de expansión y bajo ciertas condiciones pueden hacer estallar las paredes del recinto que los contiene.

Casi no hay hombre de estudio que no se haya visto enfrentado al problema de los libros que inundan-perdón por el vocablo-su casa y se la tornan irremediablemente incomoda. Muchos hemos acudido al expediente del enjaulamiento, pero pocos, quizás ninguno, tienen duro el corazón para con ellos. Entre alborozo y llanto se concluye libertándolos. Y es que los libros son los parientes más próximos, y más estimados, de cuantos tenemos fe en las creaciones de la inteligencia. Alberto HIDALGO.

Tomado de Revista Fénix de la Biblioteca Nacional de Lima. 2º semestre 1946. Nº4

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